Me encanta como mi calendario lunar me dice que es momento
para darme lugar a lo más intuitivo, mágico, irracional, poético de mi ser. Desplegar
lo racional, lo lógico matemático. Me encanta pero pienso que es imposible.
Me cuesta. Intento.
Hace unos días que me hago muchas preguntas, preguntas de
esas que enredan la punta de la colita del signo de interrogación final con la insistente
tilde del qué, del cómo y del por qué.
De esas preguntas que
cuando una buena amiga te escucha te da un consejo tan sabio como lejano: “cuando
sepas que hacer, lo vas a saber.”
De esas preguntas que ante el mínimo aroma a ansiedad, se
hacen tan grandes e ilegibles que no entran en la pantalla de la compu.
Y de golpe, sin intentar entender nada, la arena me toca los
pies. La arena que ya venía pisando hace una hora de paseo por Alberdi. La
siento. Me quedo quieta. Arrugo los dedos y desarmo los montoncitos húmedos.
Una colilla de cigarrillo. Un palito. Doy un paso y otro montoncito con el
equilibrio exacto de humedad para desgranarse con textura inequívoca, como la
de una masa sablee.
Me encanta sentir la arena. Me pregunto cómo puedo sentirme
así sin drogas. Me veo ahí en el presente mismo y todas las preguntas enmarañadas
aparecen enfrente mío como letras flotando sin sentido, quietas en el aire. Las
barro con la mano y se esfuman, dejándome a la vista el río.
Nada habla. Nada me toca. Nada me apura.
Respiro y siento la diferencia de temperatura del aire tocándome
los tabiques internos de la nariz, pasar por atrás del paladar y mojarse y
desvanecer. Expiro y pasa otro aire, de otra temperatura, apenas me toca los
labios y se va a ser parte del todo.
Vuelvo a la piragua, mi compañero de embarcación, que no
sabe nada de mi existencia, me dice:
-Pareciera como si hubieras resuelto algo…
No tengo ninguna respuesta.
Por suerte, tampoco tengo
ninguna pregunta.